Bosques enteros – 35 anys SCI

Bosques enteros – 35 anys SCI
Per Belen Gopégui

No consigo recordar cómo me enteré de que existía el SCI. Entonces no había internet. No sé a quién o en donde preguntaría, ni tampoco qué preguntaría exactamente. Por ejemplo: ¿conoces alguna forma de escapar pero, además, haciendo algo no inútil? O, ¿conoces algún sitio donde puedan propulsarme hasta el espacio exterior y hacerme convivir con personas muy distintas y que, luego, recuerde todavía aquellos desayunos y las noches, y reír hasta tener agujetas en el estómago y cansarme de lijar paredes y vagabundear, y tropezar en común y que pasados diez, quince, treinta, años, me parezca todavía que voy a volver a casa y ahí vamos a estar, hablando y apoyándonos y desvariando mucho hasta el amanecer?

No sé lo que pregunté. La cosa en cuestión se llamaba “campos de trabajo”, sonaba un poco entre bélico y de prisioneros pero también sonaba a que no íbamos a ser turistas sino que haríamos algo. Es decir, que en alguna parte quedarían ligeras modificaciones, paredes pintadas, hojas secas recogidas en viejos jardines, escombros apartados. Y al volver, los ojos alucinados de entusiasmo, su reflejo en quienes me preguntaban a su vez porque querían probarlo.

A veces pensaba que era por las personas, que había tenido suerte de conocer a gente extraordinaria y eso era todo. Y sí que había tenido esa suerte pero sé que si las hubiera conocido en otro contexto, cultural o de barrio o de un bar, la relación habría sido diferente. Para explicar esa diferencia hoy alguien usaría, seguramente, la expresión zona de confort: la clave estaba, diría, en que salíamos de nuestra zona de confort pero no creo demasiado en esa expresión. Antes se llamaba refugio, o guarida, o pasar un rato al abrigo de los vientos. Antes sabíamos que las zonas de confort son portátiles y necesarias y que no implican conformismo ni pereza sino, casi siempre, tiempo para reagruparse y volver a comenzar. No era, creo, salir de nuestra zona de confort lo que hacíamos al ir a un campo de trabajo sino, con frecuencia, lo contrario: salir de algunas rutinas que muerden, de lo cotidiano que a veces pesa, de las certidumbres que pueden parecerse a una amenaza y, a muchos kilómetros, entre marcos de ventana desvencijados y organizaciones un tanto caóticas y un montón de tareas por hacer, encontrar, sin embargo, ahí, en el centro de variadas y pequeñas catastróficas aventuras, una zona que nos acogía y donde nos refugiábamos en la misma medida en que también procurábamos acoger y dar abrigo.

Cuando algo te gusta tanto, quieres difundirlo y extenderlo. Después de un par de campos de trabajo propuse hacer uno en la escuela autogestionaria en donde colaboraba. Y así fue. Creo que a cualquier grupo que haya puesto en marcha un campo lo podrían contratar para dirigir un país y medio, varias multinacionales y una colonia lunar. Porque si lograron que treinta seres desconocidos se entendieran en lenguas diferentes, que durante quince días tuviera cada uno algo concreto que hacer, que se alimentaran y durmieran y alquilaran un andamio, y lo devolvieran intacto, y tuvieran seguros médicos y nadie se rompiera la cabeza pero si un tobillo y una alergia y amores arrebatados y vibrantes desamores y producir un resultado útil para toda una comunidad, y si además lograron que aunque a veces empezara a cundir el pánico, nunca terminara de hacerlo y que todo aquello sucediese con veinte años o por ahí, y surgieran como bosques enteros algunas de las amistades que siguen apuntalando nuestra vida, si todo eso logramos, entonces, ¿qué pequeña minucia facilísima sería para nosotras y nosotros hacernos cargo del gobierno mundial?

Cantaba Silvio Rodríguez: “Soltar todo y largarse, qué maravilla,/ atesorando sólo huesos nutrientes, y lanzarse al camino pisando arcilla,/destino a las estrellas resplandecientes”. Varias veces lo hicimos: soltar todo y largarnos, pero nuestro destino no estaba en las estrellas resplandecientes sino en proyectos urgentes, comunitarios, donde a veces dimos más la lata que otra cosa, y alguien tuvo que venir a sacar el clavo que habíamos puesto mal y ponerlo de nuevo, y otras veces hicimos las cosas bien.

No vamos presumiendo, no nos gusta presumir y recordamos, en frase memorable de Lluis Casals, que las personas, todas, tenemos nuestras “little contradictions”. Seguro que pudimos haberlo hecho mejor. Pero lo hicimos, fue agradable y peligroso, fue tranquilo y sorprendente, fue y sigue siendo la prueba de que la buena gente está por todas partes, y de que, cuando se pone en camino y se reúne, que es como unirse dos veces, con otra buena gente, entonces, casi todo tiene arreglo.