The black iris

The black iris

Aurora 14/12/2015

“Nazco en ciudades que no han nacido
pero en la noche otoñal de las ciudades árabes,
con el corazón roto, muero”
‘Abd al-Wahhab al-Bay

La flor nacional de Jordania es el “iris negro”. No tiene la viveza de las rosas o los claveles, su color oscuro y sus formas – estilizadas, casi quebradizas – hacen de ella un ser desconcertante. Y desconcertante es, probablemente, la palabra que mejor define este país. En un mes y medio no tenemos más que un esbozo de Ammán, nos queda mucho por recorrer y otro tanto por aprender. Pero sí somos capaces de resaltar ciertas particularidades del día a día.

Empecemos por lo básico: cruzar la calle es todo un desafío, ya sean estrechos callejones o amplísimas avenidas. Los coches no paran a no ser que te lances de cabeza. Sorprendentemente, no hemos visto ningún atropello ni accidente de tráfico. El abuso del claxon es directamente proporcional al caos que se forma entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando cruzar ciertas calles debería considerarse intento de suicidio. Como ocurre en El Cairo o en Teherán, es más que evidente la ausencia de una red de transporte público en condiciones. Torrentes de coches inundan las calles de la capital jordana en un flujo sin parangón, especialmente los viernes y sábados, fin de semana, cuando hay más movimiento de población.

Todos los jueves por la tarde y viernes por la mañana se da lo que se llama “al-suq al-yumu’a” (el mercado de los viernes) donde uno puede encontrar todo tipo de prendas a un precio de ensueño. Es un mercadillo de segunda mano y ocasión, en otras zonas del mundo se conoce como “flea market”. Jerséis por dos dinares, chaquetas por tres, zapatos (buenos zapatos) por cinco… Una ganga recomendable para todo aquel interesado en renovar su vestuario con un toque verdaderamente vintage. Habrá que aprovechar que está de moda eso de vestirse como un yonki de los noventa y hacer acopio de la mayor cantidad de prendas posible. No es caro vestirse en Jordania si uno sabe cómo buscar. Para completar el viernes – día sagrado de los musulmanes, cuando uno tiene que estar en familia, rezar en la mezquita y evitar todo haram posible – no hay nada mejor que recorrer las callejuelas alborotadas de wasat al-balad, el centro de la ciudad. Puestos de venta atestados de cacharros, más ropa, zapatos, fruta, verdura… depende de la zona del zoco al que uno vaya. Normalmente compramos aquí la fruta, por la relación calidad precio y porque nos parece más peculiar que ir al Carrefour. Ya me atrevo a pedir las cosas en árabe y a entablar la típica conversación sobre la procedencia, a veces el fútbol, el trabajo aquí… Por lo general, los vendedores son entrañables. Si se quedan con tu cara y están de buen humor, te regalan una mandarina o unos dátiles. Y qué dátiles. Es una de las cosas que más echaré de menos a la hora de tomar las maletas de vuelta.

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Como he mencionado antes, esta ciudad es tan diversa como desigual. La otra cara de la moneda la conforman los centros comerciales dispersos por toda la ciudad (City Mall, Baraka Mall, Mecca Mall, Avenue Mall, Galleria Mall…). Enorme amalgama de hormigón, acero, vidrio, cristal, paneles de poliuretano, cuyas paredes encierran una vorágine de consumismo que no entiende más religión que el dinero. El capitalismo ha conseguido igualar a todo ser humano pasado un umbral de riqueza determinado. Los mismos bolsos, teléfonos móviles, maquillaje, jerséis, camisas, zapatos… No hay particularidad cultural que valga. Las luces de navidad y los villancicos nos inundan y nos hace olvidar por un instante que se trata de un país islámico. Una estampa idéntica, por no decir exactamente la misma, se da en Madrid, Londres, Roma, Dubái, Tokio o Nueva York. Otro hecho que me llama la atención es la enorme cantidad de productos estadounidenses que inundan las estanterías de las tiendas de comestibles. Jamás había visto tantos sabores, colores y formas diferentes de cereales. Y quien dice cereales, dice todo tipo de alimentos.
Por supuesto, los barrios que rodean estos centros comerciales no tienen nada que ver con las caóticas calles del corazón de Ammán. Si uno visita la ciudad y sólo tiene tiempo para recorrer la calle Zahra’ pensará en Dubai. Amplias avenidas, aceras relativamente cuidadas, hoteles iluminados y los centros comerciales anteriormente mencionados, dan vida a la cara más exclusiva y ficticia de la capital jordana.

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Hay lugares en los que la exclusividad y la tradición se acarician levemente. Puntos de interacción y burbujas al mismo tiempo, como Jabal Ammán o Jabal al-Weibdeh. En estas colinas que custodian ambos lados del wasat al-balad, la cultura es un valor en alza. En esos dos barrios – uno de ellos, atravesado por la calle Rainbow, se vanagloria de ser centro irradiador de entretenimiento para extranjeros, mientras que el otro disfruta de un público casi exclusivamente jordano – tienen lugar muchas más actividades de las que esperábamos en un principio. Maldita carga la de los estereotipos. Cafeterías, bares y restaurantes más cercanos a los centros comerciales que a los locales del centro, no dejan caer del todo el peso de lo tradicional. Desde animadísimos conciertos rodeados de cerveza (insultantemente cara) hasta un supuesto mercadillo navideño con productos artesanales, uno puede encontrar de todo. Si algo caracteriza ese trasfondo juvenil de Ammán es que toda moda va ligada a cierta reivindicación. Las tiendas de camisetas no se conforman con hacer diseños alternativos y atractivos, venden posters reflejando la situación palestina, eslóganes que dejan ver lo viva que está la lucha. Uno aprecia en seguida lo fuerte que es la condena al sufrimiento palestino o a la situación de la mujer, lo conscientes que son los jóvenes aquí de que las cosas tienen que cambiar.

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Grabo en mi memoria (y también en esta plataforma digital) el momento – a más de uno le parecerá baladí – que me hizo amar esta ciudad: una tarde, tras horas explorando sus calles, nos sentamos en una terraza para disfrutar de la muerte el sol tras blancas colinas sobre-edificadas. Por los altavoces de una mezquita cercana comenzó el canto del almuecín llamando a los fieles a la oración (adhán). Aunque ya estamos acostumbrados a oírlo, no puedo evitar sobrecogerme cada vez que suena. La bruma dibujaba el horizonte a capas, aún faltaban semanas para que el frío atacase pero un café caliente humeaba entre mis manos. Tal vez fue mi debilidad por los atardeceres o la atmósfera en general, que invitaba a un mayor alboroto espiritual, pero me sentí más lejos de casa que nunca. Y feliz, muy feliz.

P.D: las fotografías están sacadas de un banco de imágenes libres de copyright porque soy un desastre con estas cosas y no sé cómo se hace para que aparezcan las mías.